50 y 20 - CAPÍTULO III


-Bueno, aquí me tiene, querida princesa, niña de mis encantos, rendido a sus pies, es precioso este lugar, suelo venir a veces por aquí, para apartarme un poco de la civilización.
-Lo de princesa se lo acepto, pero lo de  niña, ya sabe, nunca se lo aceptaré.
-Y yo tampoco te aceptaré el usted. Ernesto y siempre un "tú"
-De acuerdo, ni usted ni niña.
-De das cuenta lo que has logrado, para hacer salir de su covacha a este viejo...
-Y el viejo menos que menos, ¿por qué siempre se pone esa etiqueta?
-Bueno, y antes que me olvide te traje lo prometido. -Y del interior de su saco extrajo un libro no muy grueso. -Este seguro que no lo leíste "La promesa"
-¡Gracias! parece "prometedor" jajaja y usted, perdón, ¿tú crees en las promesas?
-Yo soy hombre de palabra, de promesas, pero quiero que me prometas algo, que cuando te aburras de mí, me lo digas. No soy esos vie... de esos tipos que se dicen divertidos.
-No puedo prometerte lo que no pasará, porque jamás me aburrirías. - Se sentaron en uno de los bancos que rodeaban la plaza, Ernesto le ofreció una flor que arrancó de uno de los rosales, un día mágico que iba a llegar a su fin y así se les fueron las horas, tan rápido que no se dieron cuenta. En el mundo estaban ellos dos. Una extraña relación, que casi nadie aceptaría ni comprendería. Se habían hecho las seis, pero aún no anochecía.
-Y dime, ¿tiene novio mi princesita?
-No. Sino no estuviera aquí contigo.

Entre los dos cruzaron miradas, el silencio quedó entre ellos. Ernesto terminó de comprender que esa "niña" sentía algo por él. Tal vez no debería haber acudido a esa cita. En tremendo problema se metería. Pero el problema, es que él también sentía algo por Mariana. Y cómo evitarlo, si desde que se le cruzó en ese Café, sintió que terminó con su soledad, con su desesperanza. ¿Qué futuro podrían tener? 
-Mariana...
-No, Ernesto, no me digas que no quieres volver a verme.
-Debemos ser realistas, un abismo de años nos separa. Soy un viejo, síii, soy un viejo solitario, gruñón, sólo me comprenden mi gato y mi perro. Debería sentirme loco de felicidad que una niña-mujer como tú se fije en mí, pero tengo poco que ofrecerte, ni que decir que dirá tu familia... Y ocurrió lo que jamás se hubiera esperado. Mariana se le acercó y le dio un beso suave en la mejilla, pero tan suave, que los vellos de su pecho se erizaron, un temblor sacudió los cimientos de su cuerpo. Y los labios de Mariana, en vez de retirarse, continuaron allí, sobre su mejilla y bajaron otro poquito, casi hasta la comisura de su boca. Aún no lo creía, "¿qué clase de niña es ésta, que está haciendo de mí?" Y no pudo más, su boca no lo impidió, se deslizó hasta los labios de Mariana, un  beso tímido al principio y prolongado después, se saborearon, se exploraron, las manos de Ernesto ciñeron su cintura, los brazos de Mariana se enredaron en su cuello, y avanzaban las seis... Ninguno quería abandonar ese banco, ¡qué les había pasado!
-Mariana, mi niña, mi nena, ¿qué me hiciste?
-Ernesto, desde hace tiempo me gustas, nunca lo notaste, desde que te vi la primera vez...
-¿Qué estás diciendo? Pero si yo nunca me di cuenta...

Y nuevamente a besarse, a abrazarse, el perfume de la brisa los contenía a los dos, apartados de su realidad, que los envolviera la noche, era domingo, que el mundo reventara. Ahora era su Ernesto, y ella su Mariana.
El trataba de retirar sus manos, pero la chica lo besaba, lo acariciaba, ya casi lo estaba excitando ¡eres demasiado joven! Pero igual respondía a sus caricias, acariciando su largo pelo, sentía el roce de sus senos, su piel más suave que las flores, era demasiado... ¡Basta! Sino terminarían haciendo el amor en esa plaza - Vamos tenemos que irnos, te acompañaré hasta tu casa.
-¡No, no quiero! ¡después me dejarás!
-Vamos, se hizo tarde, tú tienes que volver y yo también.
Mariana sintió que el corazón se le hacía trizas. Quizá Gilda tenía razón...

Los días pasaron, las semanas, su vida continuaba rutinariamente, yendo de la casa a la academia, de allí al trabajo y luego volver a casa, sin ganas de nada. Su encuentro con Ernesto la dejó derrumbada. Nunca se explicaría que pasó, el porqué de su reacción; en su pequeña cabecita no entendía que una diferencia de muchos años se interponía; ella pensaba más con el corazón; su querido enamorado con la pesada realidad de su edad, de sus fracasos, de su habitual soledad. Las barreras de los prejuicios de esta sociedad que no perdona, la familia que a veces se interpone, que no entiende, que no comprende. Su ilusión, así como llegó como una primavera en ese parque, se deshizo con un beso, quizá demasiado precipitado, que su ímpetu de chica de 20, no pudo controlar. ¿Algo pasaría con ella? ¿Necesitaría ir a un psicólogo? Tan grave era enamorarse, como creía estarlo, de un hombre como él, ni tan joven, ni tan viejo, pero que contenía en su alma, en su espíritu, esa empatía que con ningún otro había encontrado.
Ernesto, desde ese día no volvió más al Café. Ese lugar ahora, le parecía vacío, deprimente, mas así aún, siempre miraba a la puerta, por si lo veía entrar. ¿Dejaría que todo quedara así? Aún sentía fuerzas para luchar, para no perderlo. Porque si no lo hacía, sentía que perdería esa batalla. "¿Tengo 20, y qué? No todo está perdido quizá" "Nadie como yo me conozco, nadie. Ni siquiera él" "Eso haré, lo llamaré, lo buscaré..."

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