
"De
la horca a la silla eléctrica y de ahí a la inyección letal: ¿cuánto más van a
disfrazarlo? Y cuanto más lo disfrazan, más feo es..." Palabras pronunciadas en noviembre de
1997 por Scott Blystone, condenado a muerte en Pensilvania, Estados Unidos.
Era un asesino, un delincuente de alta peligrosidad, a muchas
familias dejó enlutadas por la tragedia, para la sociedad no tendría jamás
perdón ni para nadie, no sabía si tampoco para Dios; no podía haber
misericordia para él, era un monstruo de esos en serie, violador, sádico; todos
los vicios los había probado, todo el mal inimaginable anidaba dentro de ese
cuerpo, de esa mente; ahora enjaulado como un ave carroñera; después de un
juicio justo, ahora esperaba su sentencia de muerte en una cárcel de alta
seguridad; la inyección letal acabaría con su vida, ese sería su fin; estaba
consciente de todos sus crímenes, no tenía miedo a la muerte, únicamente
deseaba que todo terminara rápido, que se no aplazara más ese momento. Ese era
el sufrimiento peor, la agonía de la espera, pensar que hoy respiraba, que
podía fumar, comer, caminar en su celda, hoy era, mañana ya no existiría, se
podriría su cuerpo en un nicho cualquiera; ya no había regreso para redención,
ni para arrepentimientos. Mató porque sí, porque desde muy joven ya había
vendido su alma al diablo. No había excusas, posiblemente, recordaba instantes
de su infancia, de su adolescencia, abusado por su padrastro, a los quince años
cometió su primera fechoría, de allí pasó a un internado de menores y nunca más
pararía su precipitada carrera hacia el crimen.
Eran
las doce de la noche, no quería dormir para poder aprovechar hasta el último
minuto; ya no vería el sol, su celda estaba en la parte más interna del penal,
una muralla de barrotes sería la última visión que tendría hasta la hora
señalada. Hubiera querido pedir como último deseo ver el cielo estrellado,
respirar el aire puro de la noche, hubiera querido pedir una última noche con
una mujer, satisfacer su deseo de hombre, de animal en celo. Pensaba en las
víctimas que mató, como las gozó, no pensó en el dolor de esos padres, no tenía
conciencia. No se le tenía permitido hablar con nadie, los guardias eran sus
interlocutores; sabía que en su último camino a la eternidad vendría un
sacerdote a darle la extremaunción. No quiso saber como sería la ejecución,
sabía que tenía que morir, nada más. Faltaba un día para despedirse de este
mundo. Allí en esa sala lo esperaba la camilla donde cerraría los ojos por
última vez. ¿Cómo sería morir? ¿Qué lo esperaría del otro lado? Quizá el
infierno, la oscuridad, quizá lo esperaban sus víctimas, quizá no habría nada.
Recordó esa parte del Evangelio donde Jesús había perdonado a uno de los
ladrones que murieron a su lado. Ni siquiera conocía mucho a ese Jesús, tenía
el recuerdo de su abuela evangélica que lo llevaba al templo para oír la palabra
de Dios. Quizá estaría su abuela esperándolo, eso le dio algo de consuelo.
Al día siguiente le llevaron el desayuno, le dijeron que se fuera
preparando, que estaban disponiendo todo para la ejecución. Sus ojos no
expresaban nada, eran dos témpanos de hielo de donde no brotaba ni una sola
lágrima. No conocía el perdón, ni la misericordia, no quedaba mucho de humano
ya en él. El odio era el único sentimiento que vivía dentro de su pecho, odio a
todos los que lo odiaban, odio hacia esa vida que le tocó en suerte, odio hacia
sí mismo por ser lo que era. Más tarde llegó el sacerdote para que pudiera
hacer su confesión, para recibir la ayuda espiritual a la que tiene derecho
todo ser humano; era un hombre bastante joven, el capellán de la prisión que
cumplía siempre con esa misión, preparar a los condenados para su hora última.
El religioso quedó a solas con él, no parecía tenerle miedo, su mirada era
compasiva, le tomó las manos y le habló largamente sobre Dios, sobre la vida
eterna que nos esperaría a todos los mortales. Lo alentó para que no tuviera
miedo, que aunque la ley de los hombres lo había condenado a morir, había un
Dios que perdonaba, que deseaba la salvación de todos los hombres. El condenado
recibió los últimos sacramentos, ya había pagado su última deuda con la vida.
El reloj seguía avanzando, los brazos de la muerte como un pulpo, lo aguardaban
en la sala de vidrio para ahogarlo hasta expirar; allí delante de muchas
personas diría adiós, su pulso se detendría en pocos instantes.
Despuntó elalba,sus ojos todavía permanecían abiertos, tratando
de conservar los colores, los olores, pero para nada querría llevarse el
recuerdo de esa celda fría, inmunda, ni de la gente que lo detestaba, quería
retener los días de su libertad, no le quedaba nada para llevarse, descansaría
finalmente de ese mundo podrido y el mundo descansaría de él, del monstruo que
en pocos minutos entregaría su alma a la muerte.
También
se encontraba el sacerdote, sintió bastante tranquilidad cuando lo vio, de
todas las personas, era el único que lo veía como a un ser humano; le pusieron
la primera inyección, el silencio se podía cortar con el aire, pronto
terminaría el circo de su condena, en pocos segundos mandaría a la mierda a los
que deseaban despacharlo. La ley de los hombres se había cumplido; la ley de
Dios era la que daría su fallo final, en la eternidad habría un solo Juez para
todos por igual; cualquier cosa sería mejor que esta porquería de mundo donde
no hubo oportunidades y ni una pizca de humanidad. Sabía que no tenía
justificación alguna, sabía que era lo que se merecía. Al instante comenzó a
sentir asfixia, no podía moverse, solo podía ver el techo, las luces le
lastimaban sus pupilas, un dolor extremo fue invadiéndolo, el veneno corroía,
quemaba cada uno de sus órganos. Alguien lo agarraba fuertemente de la mano,
era una mano cálida, amorosa, consoladora, fue lo último que sintió, sabía de
quién era, de quien lo había perdonado sin juzgarlo; era lo mejor que se
llevaba de este mundo, una caricia piadosa y humana; inmediatamente le pusieron
la segunda inyección, después no sintió nada más, quedó muerto; sus ojos
quedaron abiertos, apagados, mirando el vacío; el clérigo hizo la señal de la
cruz en la frente del difunto, rogando por su alma; inmediatamente entraron unos
empleados de la funeraria, retiraron el cuerpo de la camilla y se lo llevaron.
Afuera la gente festejaba, reía, en el pueblo quedaba una basura menos.
La sala quedó vacía, a la espera de una próxima ejecución. Detrás
de la puerta en el fondo del bote de basura, como mudo testigo y verdugo del
asesino, quedó la inyectadora vacía, sin el líquido letal.
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