UNA DE VAQUEROS - CAPÍTULO I


A John Wayne, una leyenda del Western

Ernesto llevó a su pequeño Tintin, de ocho años a la cama, le puso su pijama, le hizo rezar sus oraciones y después lo cubrió con cobija.
-Ahora, amiguito, a dormir, que mañana hay escuela.
-mmm, papi, pero todavía no tengo sueño. ¿Puedo ver la tele?
-Olvídalo, amiguito, nada de tele, cuenta ovejitas y verás que el sueño llega rapidito. Cierra los ojitos, así... y se los cerró suavemente, le dio un beso y fue a apagar la luz.
-Paaa, tengo miedo. No apagues la luz
-Eso te pasa por estar viendo monstruos en la tele. Vamos, hijo, a dormir.
-Mientras me duermo, ¿no me puedes contar un cuento?
-Bueno, uno, nada más. ¿Cuál quieres que te cuente? No me sé muchos.
-Ya sé, pa, cuéntame uno de vaqueros
-¿De vaqueros? ¿Te gustan los cowboys? Eres de los míos.
-Sí, papito. Con pistolas, caballos, indios y todo eso
-Está bien, de acuerdo, pero te me vas durmiendo
-¿Cómo se llama tu cuento de vaqueros?
-El forastero
-¡Lindo, pa! anda, cuéntamelo

EL FORASTERO

Cutton City, año 1873, lejano pueblo del Oeste, al este de Oklahoma. Por aquí pasaron muchos famosos pistoleros, como Billy the Kid, Butch Cassidy, Jesse James y otros, no tan conocidos, pero no menos peligrosos, como, Johnny Cow, Butch
Donaghy, Kurt Douglas, alias "Bull", y otros que dejaron sus huellas de tiros y muertes. La prosperidad y el desarrollo estaban dando sus frutos, el telégrafo, la imprenta, y las vías para el ferrocarril, se iban construyendo y avanzando. La diligencia llegaba cada tres meses, trayendo pasajeros, encomiendas y el correo. Los primeros colonos que se instalaron echaron sus raíces; cuando descubrieron oro en las viejas minas del río Yellowstone, muchos se hicieron ricos, pero otros tantos, murieron por la sed de la avaricia y la ambición. Y las aguas azules del Yellowstone, se tiñeron de odio y de sangre. Fueron pasando los años y la venganza y la violencia se fueron aplacando. El pueblo vio pasar muchos sheriffs. Hoy, era un lugar manso, quizá, demasiado tranquilo, si se quiere. Por sus calles transitaban las damas elegantes, con sus grandes sombreros floreados, con sus vestidos largos, de faldas anchas de seda y otras telas de moda, o correteaban los chiquillos jugando a los pistoleros.
Tenían su comisaría, al lado de la barbería de Louis Grant, no de los más viejos del pueblo de Cutton. En la esquina, la tienda de Sam Pelton, que la atendía con su mujer Georgette Kent, una de las más chismosas de por ahí. En frente, la cantina de Bert Larson, donde se reunían todos los hombres para beber, jugar al poker. De vez en cuando, había alguna pelea, trompadas, vidrios rotos, alguno que salía despedido desde la cantina, por el aire a la calle, pero la cosa no pasaba de eso, El marshall Kenneth Duggan, no permitía disparos, y el que se pasaba de la raya, pasaría la noche en la única celda que tenía la comisaría. La ley se hacía cumplir en Cutton City, y Kenneth Duggan se encargaba de que así fuera. Al lado de la cantina, el Grand Hotel Cutton, dirigido por la bella Cathy Lee Drew, bella mujer, de frondosos cabellos rubios y un vestido rojo escotado, por donde asomaban sus turgentes y blancos senos, acompañada de sus bellas chicas, Brenda, Lily, Sandra y Marilyn, que mostraban sus piernas todas las noches y complacían a los chicos buenos y a los chicos malos, con tragos, besos, bailes, mostrando más arriba de sus piernas y cobraban de 50 a 80 dólares, según las exigencias de los pretendientes. La música de la pianola alegraba todas las noches. Arriba, se hallaban los cuartos, donde prestaban su servicio de prostitución.
Y por supuesto, no faltaba la pequeña iglesia protestante del Reverendo James MacCarthy, joven párroco, recién llegado de Dublin, Irlanda a Cutton City. Enseguida se ganó el cariño de todos por su simpatía y son de predicar con la Biblia, sermoneando a algunos, bendiciendo a otros; cada domingo, la campana del templo, sonaba estrepitosamente para que asistieran al oficio, donde cantaban himnos de gloria; el joven reverendo hablaba de Dios y de los problemas que afectaban al pueblo. Hombre de intachable conducta moral, el reverendo, aunque él se consideraba un pecador como todos.
En la última calle, estaban la herrería de Martin Polk, la pequeña escuela de la maestra Samantha Timmers y el consultorio del Dr. Oliver Trent, quien atendía de día; era doctor para todo, desde dolor de oídos a mal de estómago, hasta los partos de cada bebé que naciera; y no pocas veces le tocaba atender de veterinario. En toda la esquina de la entrada a Cutton City, estaba el Bank Trust Bank, del que era propietario, Salomón Liebermann, uno del los hombres más ricos del pueblo.

Era mediodía. Había mucho movimiento. Sam Pelton, sacudía los estantes de su tienda, mientras su mujer, Georgette, comadreaba en la esquina con varias amigas. 
-mmm, sí, ya les digo, señoras mías, no se puede ya ni caminar por este pueblo, esas mujeres están pervirtiendo este lugar
-¡Mujer! ¡Ven a ayudarme, que hay mucho trabajo! ¡Déjate de chismorrear!
-Las dejo porque mi marido está insoportable! ¡Adiós, queridas! ¡Las espero a tomare el té!  Sam la reprendió -¡Entra!

En la comisaría, el marshall Kenneth Douggan, hombre pelirrojo, fornido, de camisa a cuadros, blanca y azul, muy alto, de 1,90 mts, hablaba con su ayudante, Kevin Troy, joven de veinticuatro años, novato pero deseoso de aprender las artes de las pistolas. Estaba loco por "cazar" a uno de esos pistoleros fugitivos. Por ahora, el marshall lo mandaba a hacer recados al telégrafo, a vigilar la cantina, o a dar una vuelta al Grand Hotel, por si las chicas tenían algún lío con los caballeros de turno. Casi siempre se propasaban o les pegaban. Pero ese día, se esperaba la diligencia que llegaría de Tumbstone, trayendo el correo y algún visitante nuevo. Día quieto y caluroso. Sentado en su escritorio extendió sus largas piernas sobre la mesa, bajó el sombrero sobre sus ojos, para dormitar un poco; en la celda dormía Timmy, uno de los que se emborraban en cantina. No creía que se despertara, allí seguiría hasta el otro día. Cuando estaba medio dormido, la puerta se abrió con fuerza.

-¡¡Marshall!! ¡¡Llegó la diligencia!!! ¿No viene Marshall?
-Tranquilo, Kevin. ¿Por qué tanto alboroto? Tú, adelántate. Ya voy
-¡Desde aquí la veo! Llegó más temprano. Llegaron cuatro personas. Venga, ¡apúrese, vamos a recibirlos!
-¿Será que nunca viste una diligencia, muchacho tonto?
-Una diligencia, sí, pero unas preciosuras como las que llegaron, no

Salió con pocas ganas. Pluma de Águila se mecía en la vieja silla de madera, fumando su pipa. El Gran Jefe de la tribu comanche, taciturno, callado, observaba cada movimiento. Demasiado viejo ya, de pelo blanco, ya había colgado sus plumas de gran cacique, llevaba su pelo trenzado y usaba un gran sombrero rojo; con la sabiduría de sus años y la serenidad de su espíritu, había visto pasar la vida de los nativos de Cutton, había visto nacer y morir a muchos. Respetado por la mayoría y despreciados por ésos, cuyos esposos o hijos o mujeres, habían sido asesinados en los tiempos de la cruenta guerra con los indios. Corrían tiempos de paz, pero en sus ojos, alguien hubiera podido leer otra cosa, como si un viento frío los helara por instantes.
-Pluma de Águila, ¿qué te trae por aquí? ¿Quieres tomar una cerveza? Cuéntame, ¿qué novedades tienes? Lo saludó Duggan.
-Yo no tomar hoy. Mucho silencio. Mucha calma. Un viento traer presagio. Algo pasar. Antes de acabar la noche, alguien morir.
-¡Vamos, amigo! No digas eso. No levantes polvo con tus palabras. Mejor que todo siga igual. No tiene porqué pasar nada.
-Espíritu de la montaña hablar. Águila blanca volar sobre colina. Decir que un forastero venir. Mucha sangre derramar. Yo irme a reservación. Mi pueblo llamarme. Adiós. El anciano cacique, se levantó con su calma de hombre sabio y viejo.
-Adiós, Gran Jefe - Pensó después -Indio loco, la pipa le está dañando el cerebro. En la esquina de la herrería de Martin, de la diligencia, descargaba las valijas polvorientas el conductor Barry Lomat, mexicano de nacimiento.
-Bienvenido, Barry, ¿cómo fue el viaje?
-Tranquilo, Marshall, un viaje tranquilo, mucho polvo, mucha sed, algunos indios, pero pacíficos. Pero llegamos sanos y salvos.
-¿A quiénes trajiste?
-A dos hermosas damas, Peggy Frances Smith y Constance MacCoy, que se subieron en Tombstone, se instalaron en la posada de Martha Keller, la que está al lado de la iglesia. Creo que vienen a instalar una librería. Y vino un comerciante de Carson City, Spencer Hill, que viene a comprar ganado y...el otro es cierto caballero, casi no habló en todo el camino. Es algo extraño. Ya lo verá.
-¿Dónde está? ¿También lo llevaste a la posada?
-No, amigo. Me preguntó dónde estaba la cantina.
-¿Te dijo su nombre o de dónde venía?
-No. Solamente desde que se subió cruzó pocas palabras. Cuando las damas le preguntaron su nombre, solamente les dijo que era un forastero....Y a propósito, Marshall, me pareció que iba armado.

El Marshall Duggan frunció el ceño. Olía problemas. ¿Quién sería? ¿Qué buscaría? Debía encontrarlo y averiguar. Al cruzar la calle para dirigirse a la cantina, las palabras de Pluma de Aguila resonaron en su mente y un viento frío le quemó los ojos...
Abrió las puertas de par en par. En las mesas jugaban poker, Sony el feo, Thomas Link, Humphrey Bent y Bennie Casio, los cuatro que siempre buscaban pelea o hacían trampa. En el mostrador, varios tipos tomaban whiskey, que les sería Bert Larson, hombre chistoso, bonachón, usaba un delantal gastado y sucio de tierra. Cuando vio al Marshall, lo miró algo serio; intentó hacerle una seña con los ojos; Duggan entendió que se refería al forastero. En la otra punta del mostrador, un hombre todo vestido de negro, desde el sombrero hasta sus botas, tomaba su trago, dándole la espalda. En su cinturón se podía notar que llevaba una Colt 45.
-Buenos días, soy el Marshall Kenneth Duggan ¿Qué le trae por aquí?
El hombre no contestó. Volvió a beber de su vaso. Ni levantó los ojos. Sólo bebía. En el salón no volaba una mosca. Un aire distinto cortaba el ambiente. Un aire que desde hacía mucho nadie sentía. Aire de disparos. Aire de muerte.

-Mire, amigo, no quiero ser hostil. Este es un pueblo tranquilo. Hace muchos años que por aquí no se oye un disparo. Y me encargaré de que continúe así. Por lo que le agradeceré deje su revólver en la comisaría.

Finalmente, el forastero, rompió el silencio:
-No se preocupe, Marshall. Mañana me iré de aquí. Cuando termine de hacer lo que vine a hacer.
-¿Y qué es lo que hará? ¡Oigame bien! No quiero a nadie herido ó tendrá problemas conmigo. No recuerdo cómo me dijo que se llama.
-No se lo dije, pero le diré, me llaman Glenn el forastero
-Pues no me gusta su nombre. Y no me gusta usted tampoco. Este es un lugar pacífico. No creo que haya algo que le interese en este sitio. Le advierto, entregue su arma y no habrá líos.
-Yo no vine a herir a nadie. Vine a matar a alguien
-¡Por encima de mi cadáver usted matará a una persona! Aquí nadie lo conoce. No me provoque...
-El que yo vengo a matar, aún no ha llegado. No es de Cutton City
-¿Por qué no resuelven sus problemas en otro lado? No queremos sangre ni queremos forasteros

El hombre de negro, tan alto como el Marshall, terminó su copa. Se levantó, acomodando el ala de su sombrero. Ahora sí, pudo verlo mejor, de rostro delgado, ojos pequeños, labios finos, cejas gruesas y de barba oscura. Lo miró burlonamente:
-Créame, amigo Marshall, mañana los habré liberado de un coyote, de una serpiente venenosa. Tarde o temprano me lo agradecerán...

Continuará...

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