Esta no
es una historia de amor; en parte sí; pero es más una historia de desamor. Es
mi historia. La de un hombre que vivió por amor, que entregó todo por amor; mi
nombre a nadie le importa, ya tengo setenta años, bien llevados; no soy una
guapura, pero por lo que me han dicho tuve ese encanto que volvía locas a
todas; ya queda muy poco de ese encanto, en el fondo sigo siendo el mismo, con
mis sienes más blancas, pero la misma pasión por la vida, por amar. Hubo muchas
en mi vida, a todas las recuerdo porque a cada una las amé a mi manera; y
hubo una, sí, la que me marcó para siempre, la única que dejó en mí una huella
imborrable, la que fue el gran amor de mi vida, y la que más me hizo sufrir.
Porqué la quise tanto, vaya a saber, tal vez porque era prohibida para mí
porque era la más inalcanzable. Y la amé, y fue mía, con ella rompí todas las
barreras, todos los prejuicios. Sería mía contra todo y contra todos. Porque al
fin como escuché por ahí “al amor no se le dictan leyes”* Entre ellas y
yo no se alzaría nada, no se interpondría nadie, el mismo día que la vi, lo
supe “tú serás mía”; era perfecta, sus inmensos ojos, su cuerpo escultural, su
cabellera rubia, era una diva venida del Olimpo, sus senos como dos montes
rosados me volvían loco. Primero fue el deseo de poseerla, de arrojarla sobre
una cama y…. sólo tenía un defecto: era casada.
Aún así
ni eso me detuvo; nos conocimos en una galería de arte; soy un pintor mediocre,
mis pinturas son mediocres; al verla ese día, mi primer pensamiento fue
pintarla desnuda, (y así lo hice tiempo después) Cuando nos presentaron nos
dimos la mano, yo quise demostrarle mi gentileza y le di un beso en su frágil
mano. Eso la impresionó. Su aroma me envolvió, su fragancia a primavera, a
mañana de rocío; nunca olvidaré ese primer instante, mis ojos no se desviaban
de su lado, en ese momento en el mundo éramos esa mujer adorada y yo.
Después…después empezó a correr la historia; cómo, dónde ni cuando no sé, nos
dimos nuestros teléfonos; la primera cita fue en un café, ahí fue que supe que
estaba casada; yo estaba separado; pero al fin y al cabo ¿qué es el matrimonio?
Solamente un papel, un contrato, que no amarra los sentimientos, ni a las
personas definitivamente. Además soy ateo, no creo en religiones, no creo en la
muerte; creo en lo que veo, en el aquí, en el ahora; lo que vendrá, vendrá y
después de esta vida, tampoco creo que haya nada. Tampoco me inquieta saberlo.
Sólo creo en el amor físico y espiritual. Creo que la mejor forma de morir
sería haciendo el amor. Cosa que con ella no lo pude lograr.
Después
del café, fuimos a caminar, la tomé de la mano; ¿sería un sueño? Estábamos
juntos. Ella me miraba, en sus ojos vi arder el deseo, sus manos temblaban, la
mías sudaban, ¿qué más podíamos decir? ¿a qué esperar? El amor nos llamaba, nos
exigía; no tuve, que tardar mucho en comprender que la amaría toda mi vida y
más allá…si lo había… Pienso hoy que fue la única mujer que pudo hacer creer
que existía un dios. Casi lo creí…casi… Y esa noche la tengo aún grabada en mi
mente, en mi cuerpo, en mi recuerdo; en ese cuarto fue la locura del
amor, de un sexo desenfrenado, del deseo reprimido; nos quitamos la ropa y así
frente a frente devoramos nuestra desnudez; nos entregamos a las caricias, a
los besos; practicamos el kamasutra completo. Al fin era mía, totalmente, y yo
de ella. Aunque fuera de otro, era yo quien ocuparía un solo lugar en su alma y
en su cuerpo. A la madrugada terminamos exhaustos, rendidos, y enamorados… Ella
se quedó dormida, yo no quería dormir, no quería que esa noche terminara,
contemplé su cuerpo desnudo y exquisito; y con mis dedos quise recorrerla
suavemente, desde su frente, por su cuello, sus orejas, rebordeé sus senos, sus
pezones, donde brillaban pequeñas perlitas de sudor; las lamí…; seguí
recorriéndola, su viente, su cintura, sus piernas, sus rodillas y regresé al
centro de su hermoso ser…allí me detuve, comencé a acariciarla y se despertó;
volvimos a amarnos, a hacernos el amor, a estremecernos de placer…la magia se
acabó, tenía que irse, sus obligaciones la llamaban; la amé y la odié por
dejarme probar sus mieles y ahora me abandonaba. Se fue con la promesa de
volver, de quererme siempre, de ser mía para siempre.
Los
días, los meses, los años pasaron, la rutina nos envolvió en ese amor adúltero
de cinco a ocho, no habían tantas madrugadas; siempre una relación controlada
por el reloj, por la prisa; y también por un sentimiento de culpabilidad. Yo lo
aceptaba todo, con tal de tenerla, de no perderla, era un esclavo de sus
exigencias, de ese amor condicionado por su estado civil. Era todo o nada.
Y promesas no faltaban, que me quería, que me amaba, que me adoraba, que
algún día lo dejaría todo por mí, y yo no respiraba sino por y a través de
ella, de ese deseo que me consumía al tenerla y al no tenerla. Mi amor era un
volcán en erupción constante. Intenté dejarla muchas veces, pero cuando
tardaba en volver, cuando me quedaba solo en esa cama, me sentía como un perro
sin dueño; lamiéndome mis heridas, mi soledad; mi desamor; me conformaba con
esa felicidad prestada, mi felicidad era estar enredado su cuerpo, sus brazos
eran mis cadenas, sus labios la fuente que calmaba mi sed. ¡Cómo la amé! Y la
perdí…irremediablemente la perdí…o me perdió, o nos perdimos los dos. Ella no
era mala, ni caprichosa, era una mujer como muchas atada a sus costumbres, a
sus hábitos, a sus comodidades. Sé que me quería como yo a ella, pero sus
miedos, sus prejuicios la sujetaban. Hasta que un día pasó lo inevitable, el
marido se enteró, vaya a saber cómo. Hubo discusiones, hubo lágrimas, y no la
vi por una semana. Cuando nos volvimos a ver, hicimos el amor como el primer
día, se estrechó junto a mí, esa vez era ella quien tomó la iniciativa, con un
hambre de amor y de sexo como nunca me lo había demostrado, acariciándome,
excitándome. Sentía que volvían a resurgir los tiempos de antes. Creí que ahora
sería mía para siempre…me equivocaba… Luego se vistió dejándome abandonado en
el lecho, me dijo que se iba, que ya no nos veríamos más, que no podía tirar su
vida por la borda; que eran muchos años de matrimonio, y no sé cuántas
estupideces más tuve que escuchar. Antes de cerrar la puerta me dio un beso,
con algunas lágrimas y me dejó allí parado, sin más explicaciones. Le dije
adiós, deseándole lo mejor, porque ante todo soy un caballero, ni le supliqué,
ni le rogué, sólo me quedé callado, tragándome mi orgullo, mi dolor, cerré la
puerta y me arrinconé en el sofá a llorar más como un hombre, como un niño…
De esa
despedida hace ya diez años; después de ese final mi vida fue un desconsuelo
total, sin sentido, sin rumbo, quedé sumido en una terrible soledad, estaba
desquiciado, torturado por su recuerdo y el sufrimiento de no verla más. Hasta
muchas veces pensé en suicidarme, no sé qué me detuvo. El amor se fue con ella,
la vida se fue con ella. He tenido muchas aventuras, porque sin sexo no puedo
vivir. Amores virtuales también, que duran poco, porque el verdadero amor hay
que tocarlo, acariciarlo, besarlo. De mi inolvidable amor he recibido mensajes
en el teléfono, diciéndome que quiere volver, que está arrepentida, pero a
ninguno contesto, porque es inútil. Volveríamos a lo mismo para terminar en lo
mismo. Y mi historia llegó hasta aquí, con diez años más pero con el
mismo volcán en el corazón deseoso de amar y ser correspondido. Aún estoy vivo,
puede haber otra oportunidad, mientras me quede algo de vida, a pesar de que mi
gran verdad se fue hace diez años al cerrar la puerta…
* Benito Pérez Galdos
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